También Ira en aquel tiempo era gente; él también era nieto de Mamokori-yoma. Cuando Omawë estaba todavía en el vientre de su madre, Ira se comió a Poapoama; pero el feto que llevaba dentro no se lo comió. Lo agarró entre sus manos. Hacía kari, kari, ruido de huesos. Así se lo llevó a Mamokori-yoma y se lo dio. La vieja lo agarró, lo metió en una olla, lo tapó con una cesta para que nadie lo viera. En esa olla lo fue criando. Omawë creció ligero. Pronto llegó a ser hombre.
Omawë tenía otros dos hermanos. El mayor se llamaba Yoawë. A aquella gente de entonces le gustaba mucho el pescado. Un día Yoawë salió a pescar y allí vio a varias hermosas muchachas que se estaban bañando.
Cuando regresó estaba bravo. Omawë estaba enyopado, cantando; le preguntó y se rió de él:
—Yoawë, ¿por qué estás bravo?
Lo llamaba con su nombre para que los napë aprendieran a llamar a los hijos por su nombre ¿Será que estás bravo porque no pescaste nada?.
—¡Cállate la boca! Estoy bravo porque mientras estaba pescando vi unas muchachas bellísimas, de cabellos largos, que salieron del agua y se quedaron mirándome. Entonces yo jalé mi pescado, pero se cayó junto a ellas y no fui capaz de ir a buscarlo.
—¿Por qué no copulaste con ellas?— le dijo Omawë —¿Solo por eso viniste bravo? No supiste aprovecharte de las muchachas...
Al día siguiente Omawë quiso ir con Yoawë a aquel mismo caño para ver si salían aquellas mujeres bonitas. Omawë quería traerlas: una para cada uno. Llegaron. Se sentaron en la orilla. Una mujer no se hizo esperar: salió del agua. Era bonita, de cabellos larguísimos. Pero una sola. Omawë quedó enamorado. Sin más la agarró en el agua y se la trajo a su casa.
—Así tenías que haber hecho tú— le dijo a Yoawë —Tú sólo fuiste a mirarla. Ahora sí tengo una mujer bonita.
Esa mujer era hija de Rahara-riwë y se llamaba Kamanae-yoma. Un día, Omawë llevó a su mujer a su conuco, se paró frente a una ceiba y, diciendo a su mujer que aquél árbol era yuca, a pesar de que ella sabía que la estaba engañando, la hizo sacar una raíz enorme, se la hizo rallar y hasta hacer con ella casabe. Omawë lo comió, ella no. Era muy duro; tenía un sabor muy malo.
Rahara-riwë había quedado bravo con Omawë porque le había robado la hija y quería vengarse. Por otra parte, su hija Kamanae-yoma no estaba contenta de vivir con Omawë. Estaba cansada de ver a su marido comiendo casabe de ceiba. De esa mujer Omawë tuvo una hija bellísima. Creció ligero.
Cuando Omawë estaba de wayumï, se le presentó el mujeriego de Yarimi-riwë y, llorando, le pidió a su hija. Omawë, como era bueno, se la dió. Cuando Yarimi-riwë fue a copular con su nueva mujer, la vulva de ella le mordió el pene porque Kamanae-yoma se había metido adentro una piraña hambreada. El hombre, loco de dolor, se encaramó a un árbol y quedó convertido en mono blanco.
Kamanae-yoma estaba cansada de rallar ceiba y un día le dijo a su marido:
—Ustedes comen pura raíz de ceiba. Esto no es casabe. Vamos a casa de mi papá para que conozcan la verdadera yuca— Omawë aceptó y se encaminaron a casa de Rahara-riwë él, su esposa y su hermano.
Raharariwe, un día, invitó a Omawe, a su hija y a Yoawe a su cocuyo para que vieran las matas de yuca que en él cultivaba y que eran muy apreciadas en todas las regiones cercanas. Llegaron. Rahara-riwë no les dio de comer. Al otro día, Kamanae-yoma le dijo a su padre:
—Papá, yo voy a pasear a mi marido y a su hermano por tu conuco para que vean las matas que tú cultivas—. Mientras ellos iban al conuco, él se enyopó. Tomó mucho yopo. Como tenía gran poder sobre el agua, hizo que la laguna creciera, creciera hasta desbordarse. Todavía hoy es Rahara, la serpiente-arcoiris, quien hace crecer los ríos. Mientras tanto, en el conuco Kamane-yoma mostraba la yuca dulce y la yuca amarga a su esposo. Omawë estaba asombrado. Pero en eso se le fue la mirada hacia la orilla del conuco y vio que venía agua, agua, mucha agua. Al llegar al cocuyo, Kamanae-yoma sabía quién estaba mandando el agua. Agarró a Omawë por un brazo y le dijo:
—¡Vámonos! ¡Salvémonos!
Corrieron a la casa de Rahara-riwë. Entraron. Pero el agua venía inundando, rápidamente, todo. Iba entrando también en la casa. Entonces, sin que Omawë y Yoawë se dieran cuenta, Rahara-riwë se salió de su casa e hizo salir a su hija y tapó la salida. Los hermanos nadaban, ellos sabían nadar, pero lloraban desesperados. Tenían miedo de morir ahogados. Rahara-riwë los miraba por las rendijas, riéndose, sin compasión; cuando el agua llegó al techo, hizo un boquete y miró adentro. Ya no veía a Omawë ni a Yoawë. Pensó que seguramente se habían ahogado.
Pero, como también tenían poderes, se habían transformado en grillos kirikirimi y se habían escondido en un pedacito de techo. Rahara-riwë, creyéndoles muertos, hizo que el agua bajara, sólo un poco. Quedó pasmado al ver que en el medio de la casa estaban Omawë y Yoawë, parados, mirándolo como gente. Entonces volvió a hacer crecer el agua y los hermanos volvieron a transformarse en grillos y así varias veces. Ahora era Omawë el que estaba bravísimo. Se fueron. Rahara-riwë no les había dado ni una yuquita.
Llegaron a su xapono. Allí los dos hermanos dijeron: -Vamos a vengarnos-. Al día siguiente se soplaron mucho yopo. Querían convertirse en hékura que vuelan, para ir a castigar a Rahara-riwë. Subieron al cielo e hicieron himou para pedirle al Motoka-riwë, espíritu del Sol, para que él hiciera secar toda el agua de la tierra. Era la primera vez que los yanomamos subían al cielo. Nadie antes había tenido ese poder. Nadie había descubierto el camino que lleva a Motoka-riwë. En aquel tiempo llovía todos los días.
Bajaron. Muy pronto vino el verano, bravo, caliente, y se secó también la laguna donde vivía Motoka-riwë. Tenía sed su gente; lloraban. Todo el mundo tenía sed. Él tenía todo el cuero arrugado de tanta sed que sufría. Pero también los hijos de Omawë y de Yoawë sentían sed y lloraban. También sus mujeres lloraban pidiendo agua. Omawë regañaba a su esposa diciendo:
—Mira, yo iba a dejar a tu padre que se muriera de sed, porque él quiso que yo me ahogara. Pero ahora, por mi hijo, voy a sacar agua de abajo; así podrá beber tu hijo, tú y tu padre.
Entonces Omawë se fue con su familia hacia las cabeceras del Xukumïna-këu. Allá se acostó en el suelo, por aquí, por allá, para escuchar si había agua debajo, por donde corría el agua bajo tierra. Donde oyó que había más y sonaba muy cerca, cogió su xirimo y lo clavó en el suelo. Cuando sacó el xirimo, el agua salió enseguida. Salía, salía...
—Ven a beber—, le dijo Omawë a su hijo, —para que no llores más.
Bebió su hijo, bebieron todos y Omawë volvió a tapar el hueco.
Lejos de allí, en ese momento, Rahara-riwë estaba bebiendo su orina, muerto de sed. Lloraba, lloraba con su gente. Entonces Omawë le mandó a Kamanae-yoma para que lo llamara. Vino. Omawë abrió de nuevo el hueco y Rahara-riwë pudo beber. Cuando terminó de beber, el chorro salió más fuerte. Había agua que llegaba hasta el cielo y allá se quedaba. Esa agua es la que cae ahora cuando llueve . La otra agua iba saliendo e inundando todo alrededor, cerca, lejos, toda la tierra. El agua se iba y volvía. Cuando volvía, gritaba:
—Naiki, naiki! Por eso el agua tragaba gente, comía a los yanomamos. De los huesos de esa gente comida se formaban peces. Casi todos se murieron. Pero unos cuantos yanomamos echaron a correr, y llegaron a la cumbre de un cerro que se llama Mayo-kekï.
Pero el agua seguía su curso y se formaron los ríos y las lagunas. El agua subía detrás de ellos; ya iba alcanzando aquella cumbre; gritaba:
—Naiki, naiki!—. Allá los xapori brujeaban. Pero el agua subía. Entonces uno de ellos dijo:
—Tirémosle una vieja para quitarle el hambre—. Aquellos yanomamos agarraron a una vieja que estaba con ellos y la zumbaron al agua. La vieja desapareció. El motu-këu la había devorado. Por eso en seguida el agua fue bajando, bajando. Llegó a verse solo lejos, lejos, dejano todo seco, hasta donde no pudo bajar más. Allá es donde los napë llaman "mar". Aquí sólo quedaron ríos grandes por donde bajaba el agua que salía de la tierra. Y quedó una laguna, Akrawa, donde se puso a vivir Rahara-riwë.
Entonces Omawë se fue con su familia caminando. Recogía los peces muertos y los comía. Donde echaba las espinas, se formaban caños, ríos. Por ahí iba, inventando cosas. Como ahora ya no le gustaba la primera mujer, fue adonde estaban los yanomamos que se habían salvado y le robó la hija a Maroha-riwë. Esta era muy bonita, se llamaba Hauyakari-yoma. Con ella y con su gente Omawë volvió a las cabeceras del Xukumïna-këu. Allí hizo xapono y vivió algún tiempo. También hizo reahu y convidó a los demás yanomamos vecinos. Como por allá había mucho cunurí, mandó que recogieran muchos mapires. Así enseñó que se podía hacer reahu también de otra cosa que no fueran los plátanos.
En aquel reahu, mientras estaba haciendo hauhaumou, su hijo, un niño que se llamaba Horeto-riwë, cuando jugaba con otros niños oyó el canto del pájaro siekekemi. Se asustó, se asustaron todos, llamó a Yoawë y huyeron. Los yanomamos que se fueron hacia arriba, en otra dirección, son la gente que ahora llamamos Waika.
Omawë fue caminando con su familia por la orilla del Xukumïna-këu, bajando, bajando. Por la tarde hacían sus refugios, comían cunurí y dormían. Los refugios que dejaban atrás con el tiempo se convirtieron en peñas. Todavía ahora se ven esa peñas. Por ese camino, Omawë flechó una danta y también ella se convirtió en piedra. Allá está como recuerdo. Caminando, Omawë echaba semillas de cunurí y, donde caían, iban retoñando para que las recogieran después los yanomamos. Cuando él comía cunurí, se le caían boronas; estas se transformaban en abru, esos bichitos que comen excrementos. Omawë siguió lejos, durmiendo muchas noches, pasando muchas lunas. Allá lejos se quedó con su familia y, de su gente, se formaron los napë. Los hijos aprendieron a hacer machetes, hachas, ollas, tela... Si no fuera por Omawë, hoy los napë no existirían. Nosotros, los yanomamos, descendemos de aquellos que se salvaron en el cerro Mayo-kekï.
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